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Diario de un Pesimista

THOMAS SOPZ

Luna Roja

Luna Roja Entró en su habitación también esa noche. Fuera llovía, nunca dejó de hacerlo. La lluvia nunca para de caer.
Noche tras noche Thomas Sopz cruzaba el umbral de esa puerta para recordar, para enfrentarse a ello sin poder encontrar una respuesta. No podía huir, dejarlo casi lo mató. Sin duda esto era mucho mejor, al menos así podía dormir, a veces.
Y allí, como cada noche seguía la lluvia. La calle estaba seca, soplaba una fría brisa de madrugada y las hojas secas del otoño eran arrastradas calle abajo. Las gotas brotaban del atenazada alma de Thomas, y recorrían senderos donde un día hubo recuerdos, ahora sólo eran surcos en su ser dejados por el dolor. Esas gotas no mojan al mundo, lo hacen por dentro y se llevan lo mejor de nosotros con ellas. A veces las llaman lágrimas.
Una caja en su mano. Metió los recuerdos y la dejo en un rincón junto a las demás.
- Excepcional me dijiste - susurró -Lo malo de ser un tipo excepcional es que no hay formulas que sirvan para abandonar el dolor. Morimos de él.
Cerró la puerta, bajó las escaleras y salio a la calle. Fuera una gran luna roja coronaba la noche, en el suelo, debajo de los pies de Thomas Sopz, más lágrimas cayeron de su alma.

THOMAS SOPZ 2

THOMAS SOPZ 2 Thomas Sopz esperó una llamada que nunca llegó. “Nos veremos por la noche”, dijo ella.
Thomas miraba al cielo, uno sin nubes, con estrellas, luna y sin apenas luz; las palabras tomaban forma en su cabeza… adjetivos que se interponían ante nombres, palabras que cambiaban… un “te quiero” por un “te amo”, un “quizás” por un “por siempre”.
Él sabía donde estaba la casa de Ellen; una hora, calculó desde que hubo llegado después de su trabajo; sólo faltaba su llamada.
Sus manos temblaban, sus ojos una y otra vez mirando el cielo, cuando una estrella abandonaba su lugar inmediatamente él buscaba otra para que fuera todo perfecto. Pero aún así el reloj ya marcaba la una y seguía sin oír nada.
Apagó la luz.

THOMAS SOPZ 1

THOMAS SOPZ 1 Al pasar cerró la puerta.
La habitación, como un poema roto estaba incompleta. Toda ella eran esquinas y ninguna llevaba a algún sitio. Apenas la luz tenue de una vela que se derramaba desde su llama al suelo. Una cama, una silla… un pequeño cuaderno y un desgastado lapicero. Como cada noche separó una hoja, ya sólo le quedaban tres, y comenzó a escribir:

“Querida Jacqueline:
La luz de tu habitación estaba encendida, como cada noche, esta vez erais dos sombras.
Yo te seguiré siendo infiel, como la lluvia, la noche y la luna. El único legado que te dejaré de mi existencia será que jamás observé el sol si no fue a través de tus ojos.
Atentamente Thomas Sopz”


Dobló la hoja con cariño intentando hacer que coincidiesen los irregulares bordes del lado que antes formaba parte del cuaderno. Con cuidado derramó un poco de cera sobre uno de los bordes y con los dedos la esparció con cariño para cerrar su tesoro. Después de repetir el proceso tres veces, como si de un ritual se tratará, se dirigió a la puerta para dejar su carta en la casa de Jacqueline.

A la mañana siguiente tardaron una hora y cuarenta minutos en reparar en la ausencia de Thomas en el lugar donde trabajaba. Nadie sabia donde vivía ni como localizarle. Dos días después Murray, el chico que tenía una aventura con la telefonista de la zona 3B extensión 114, contó que Thomas había sido encontrado muerto, acuchillado en un callejón. “Era una locura que ya no se pusiese caminar por las calles seguro” , “Thomas siempre había sido un tipo raro”. Fue el tema de la oficina durante toda la tarde

Jacqueline lloraba en su habitación esa misma noche, ahora vacía, porque desde hace tres días ya no llegan cartas